lunes, marzo 24, 2014

LIBRE INDIRECTO.



¡Señor!, ¡señor!, la pelota. Los angustiados gritos infantiles le llegaron nítidos desde el otro lado de la calle y al volver la cara vio como el balón iba directo hacia él describiendo un arco en el cielo. Fugaz como un rayo, vino a su memoria el pasado, cuando, a los dieciocho años estuvo a punto de ser fichado por todo un primera división.
Él, Marcos Meléndez, “Marquitos” la mejor zurda que había dado el colegio San José, que a los quince años, en la final interprovincial de juveniles había sido elogiado por el mismísimo José María García que a la sazón actuaba de padrino del encuentro. Él, al que Una grave lesión y su timidez lo acabaron relegando a las divisiones regionales se había retirado a los veintiocho años, había desempeñado diversos oficios y, ahora a sus cuarenta y cinco, casado, con dos hijos y propietario conductor de un taxi, mataba el gusanillo con los partidos de fútbol siete que jugaba con los compañeros los sábados por la tarde.

El balón botó con fuerza en el centro de la calle, justo delante de un camión de reparto, se elevó de nuevo y comenzó a descender delante de sus ojos, pensó en atraparlo con las manos pero una idea le cruzó la mente. Aspiró profundamente, echó los codos atrás y esperó. En el último instante soltó el aire, encogió levemente los hombros y parándolo con el pecho lo dejó muerto a sus pies. Al otro lado de la calle, los niños miraron boquiabiertos, sorprendidos quizá de que aquel señor calvo y fondón hubiera hecho aquello. Él, guiñando un ojo, levantó ligeramente la pierna y en un rápido movimiento con el canto de la suela, la hizo rodar adelante y atrás. Introdujo la puntera bajo el esférico y la alzó en el aire como un metro. Dio un paso atrás, giro su cuerpo basculando, cargando suavemente el peso sobre su pierna derecha y sin mirar, en un gesto repetido miles de veces, su zurda, aquella zurda que había levantado tantas pasiones, la misma que un yugoslavo de nombre impronunciable había tronchado una aciaga tarde de domingo, golpeó sabiamente con la cara interior del empeine la pelota que se elevó describiendo una hermosa parábola. Subió, subió, subió… El asombro en el rostro de los niños se fue convirtiendo en una mueca de pánico, el balón pasó altísimo por encima de la verja y poco a poco fue perdiendo altura hasta que inexorablemente acabó colgado en la copa de un árbol.

domingo, marzo 23, 2014

EL AFEITADO.



La brocha estaba tan gastada que las puntas se habían abierto y enmarañado entre si hasta parecer un vellón de lana. Me encantaba pasar los dedos por su superficie húmeda cuando, después de afeitarse, la dejaba sobre la balda del lavabo.
 Me fascinaba de niño ver a mi padre afeitarse la barba. El ritual de dejar correr el agua  hasta que esta salía caliente. El poner el tapón y, mientras humedecía la brocha, llenar un poco el lavabo. La pastilla de jabón desgastada que se afinaba hacia la punta. El tomar el agua con las manos y mojarse la cara,  y, como colofón, el frotar la brocha contra el jabón y como por arte de magia ver aparecer una espuma blanca y densa como la nieve.
 Después venía el enjabonado. Con movimientos precisos y circulares, la cara iba cubriéndose de espuma densa y compacta y luego unos pases rápidos lineales a través de todo el mentón y la parte superior del labio igualaban la zona como una capa de estuco recién aplicada. Entonces, con un par de movimientos certeros y ágiles con los dedos índice y pulgar, repetidos quizá diez mil veces, retiraba la espuma de las fosas nasales y un último con el meñique limpiaba los labios dejando la cara lista para la cuchilla.
 Depositaba la brocha sobre el lavabo y tomaba en la mano derecha la maquinilla, que antaño era metálica y con hojas “La Sevillana” para, con el paso de los años, pasar a ser de plástico desechables marca “Bic” de plástico blanco con una funda amarilla. Eso si, siempre de una hoja, pues nunca llegó a acostumbrarse a las modernidades de la doble o triple hoja. Comenzaba con la parte superior del labio, levantando con el dedo medio la punta de la nariz para acceder a los pelos que le salían de las fosas nasales y continuaba hacia los lados de la cara llevando la maquinilla casi hasta el hueso de la clavícula y acabando por el recorte del bajo de las patillas, enjuagando cada tres o cuatro pasadas la cuchilla en el lavabo y golpeándola con el borde para sacudir los pelos.
 Cuando decidía que el rasurado había concluido, quitaba el tapón del lavabo y abría el agua fría. Enjuagaba la brocha y la cuchilla, se enjuagaba la cara a conciencia y, por último, con la mano, limpiaba los restos de pelo y jabón que habían quedado. Sacudía con fuerza la brocha, se secaba las manos y la cara y guardaba los utensilios en el armarito del baño.
 Entonces sacaba la loción, que durante muchos años fue el famoso “Floid, Haugrolizado” un olor que aún hoy, más de cuarenta años después, reconocería con los ojos cerrados. Era el olor de las barberías de hombres a las que mi madre me llevaba para que me cortaran el pelo. Con sus sillones metálicos, su enorme espejo que ocupaba toda una pared y su radio de baquelita en un estante normalmente con noticias del parte, novelones y coplas de Juanito Valderrama y Antonio Molina. El mismo olor que yo llevaría en mis primeros afeitados, antes de cambiar a otros más modernos como el “Varón Dandy” (de Parera) y subsiguientes.

 Ahora que, después de muchos años usando espumas y geles de todo tipo, he vuelto a la brocha y la pastilla, cada vez que me rasuro no puedo apartar de mi cabeza ese antiguo recuerdo y la fascinación que me producía de niño ver a mi padre afeitarse.