martes, febrero 18, 2014

LA PUERTA



“Vasyliuch, ven que te mida”. Aun, si cierro los ojos, recuerdo el timbre de su voz. Cada vez que pasaba alguna enfermedad propia de la infancia; tos ferina, paperas o una gripe más larga de lo normal, mi padre cogía un lápiz y un grueso diccionario, me hacía descalzarme y me ponía firmes pegado a la puerta de la casa para ver cuanto había crecido.
 “Los niños pegan el estirón a base de enfermedades, parece un castigo del cielo”, decía siempre mi madre que, a escondidas, seguía rezándole a un icono de la virgen de Grushev, que tenía escondido en el armario, detrás de los abrigos.
 “A ver, junta los pies. Levanta la barbilla”. Entonces ponía el lomo del libro sobre mi cabeza y lo apretaba contra la puerta. “Quítate” me decía. Luego, hacía una marca con el lápiz en el lugar donde había estado mi coronilla y a su lado escribía la fecha del año.
 Era una puerta recia y tosca, de tablones de haya y la había construido, al igual que la casa, el padre de mi padre, el abuelo Oleksandr, que había llegado a Zalissia a comprar unas vacas, se enamoro perdidamente de la hija del granjero, mi abuela Iryna y no volvió a dejar el pueblo.
 Aquella puerta era un mapa genealógico de la familia Kovalenko. Allí estaban las marcas del crecimiento de mí padre, Vasyl, las de la tía Olena y las del tío Roman que habían quedado interrumpidas a los 12 años cuando unas fiebres se lo llevaron en unos pocos días.
 Allí estaban también las mías y las de mis hermanos pequeños, Ludmyla y Mykola que llegaban hasta que dijimos que ya éramos muy mayores para esas cosas y mi padre, tras repetidos intentos, dejó de insistir.
 Allí marqué yo, siguiendo el rito de la familia, las estaturas de mis hijos Vasyl y Halyna y entonces comprendí el empeño que mi padre ponía en ese cotidiano ritual. Era el recordatorio del paso inexorable del tiempo, de las estaciones y los años. De que habíamos nacido y crecido y que algún día moriríamos. Como los abuelos, como el tío Roman, como mi propio padre y, era, además el lugar último donde los veríamos, pues esa misma puerta servía como catafalco donde los Kovalenko habíamos velado a aquellos que nos habían dejado. Mi hermano Mykola y yo mismo habíamos sacado la puerta de sus goznes y sobre cuatro sillas, cubierta por una colcha que había tejido la abuela Iryna, yació el cuerpo de mi padre, como antes lo habían hecho el de los abuelos y el del tío  Roman y como algún día debía de haberlo hecho el de mi ya anciana madre y el mío cuando me llegara la hora.
 Por eso, aquella tarde de abril del 86, cuando los soldados nos obligaron a abandonar el pueblo, dejando atrás la casa y todo lo que en ella había, fue como si nuestras vidas, todo lo que habíamos sido, amado, llorado, ganado y perdido durante tanto tiempo, desapareciera por un oscuro agujero abierto en la tierra. Como si nada hubiera existido. Era algo que me revolvía las entrañas, como si me hubieran arrancado una parte de mi cuerpo.
Así, una noche de luna nueva, me puse la ropa mas oscura que tenía y conduje mi vieja UAZ los 200 kilómetros que me separaban de Zalissia, esquivando con los faros apagados los controles del ejercito, por viejos caminos que conocía como la palma de mi mano, llegué hasta la casa y con mis propias manos cargué la puerta en la caja de la camioneta y regresé de nuevo al apartamento que el gobierno nos había asignado.
 Allí estuvo durante muchos años, ocupando una pared del salón, detrás del sofá, como el tótem de una tribu, como el recuerdo palpable de nuestra estirpe, con las marcas visibles de lo que había sido la vida de los Kovalenko los últimos 90 años. Pero no era algo muerto. Nuevas marcas lucían en su superficie. Los hijos me habían hecho abuelo y yo, ante la incomprensión de mis hijos ya adultos, seguía empeñado en dejar constancia de las alturas de los nietos, que a mí me parecía crecían más rápido de lo que lo habíamos hecho los de mi generación.

 En la ciudad adonde nos trasladaron conseguí trabajo en una fábrica. Después vino el desmoronamiento de la URSS y de todo lo que conocíamos. La fábrica cerró y después de muchos trabajos y penalidades conseguí un puesto de guarda nocturno en unos flamantes grandes almacenes que se habían levantado para que los nuevos ricos que habían surgido de la nomenclatura del partido se gastaran sus fortunas. Era un buen trabajo y el sueldo me permitió hacerme con unos ahorros y, al jubilarme, yo que era hombre de campo y nunca me había sentido cómodo en la ciudad, pude comprar un pequeño terrenito donde levanté una modesta casa, en donde una tarde de primavera, con la solemnidad que requería la ocasión y rodeado de mi mujer, mis hijos y mis nietos, se colocó sobre los nuevos goznes la vieja puerta de la vieja casa. Aquella que había construido el abuelo Oleksandr llevado del amor por la hija de un granjero y que narraba, mejor que cualquier libro la pequeña gran historia de los Kovalenko.