domingo, septiembre 23, 2007


EL ECO III
Carmeta “la moñica” y Quito “Cofins” se conocían desde niños. Jugando en la glorieta se habían hecho mozos y en la feria de mil ochocientos noventa y ocho en que ella estrenó su primer vestido de mujer y él lucía un fino bigote como una hilera de hormigas, se hicieron novios. Formaban una curiosa pareja. Él, alto y enjuto con unos huesos que parecían demasiado grandes para la envoltura, moreno de piel y pelo pero con unos ojos increíblemente azules que llamaban la atención. Ella, pequeña y generosa de formas, su rostro conservaba los rasgos de la niñez y le daba el aspecto de una muñeca cuando en alguna fiesta o en los carnavales se pintaba los labios de carmín. Al año de mirarse de reojo en misa los domingos y mandarse sonrisas y guiños al cruzarse por las tardes en el paseo, Quito se armó de valor y un sábado por la tarde fue a casa de Carmeta a pedirla a sus padres en matrimonio con una seriedad inusual en alguien con tan solo diecisiete años. Llevaban dos años de festéo formal en los que Quito merced a su oficio de albañil iba levantando una casita en un terreno que le había dado su padre detrás de la suya propia, cuando en la procesión del Corpus Tonico “Cadires” puso sus ojos en Carmeta. Caminaba ella detrás de la custodia con otras muchachas prontas a casarse cubiertas con un velo blanco y portando en las manos un cirio encendido. Entonaban el ”Agnus Dei” cuando al pasar por delante del casino, aquel tarambana que salía con dos copas de más en el cuerpo y diez duros de menos en el bolsillo vio el rostro de la joven iluminado por la tenue luz de las velas y se le antojó un ángel venido del cielo. Desde aquel momento, un turbión de malos deseos se le metió en aquella cabeza y se juró allí mismo no cejar hasta hacer suya aquella virginidad angelical.

Sabía que si contaba la verdad no me dejarían salir de la casa, a muchos mayores no les gustaba nada aquel juego aunque la mayoría lo hubiera practicado en la infancia. Incluso algunos decían que aquello eran “coses del dimoni” y que años atrás un niño se murió de miedo al día siguiente de haber llamado a la torre. Pero no existía acicate mayor a los siete años que tentar lo prohibido, caminar por la fina raya que separaba aquello que se “podía” de aquello que no se “debía”, esquivar aunque fuera brevemente lo establecido, sentir en la sangre ese leve cosquilleo de lo ilícito y creerse por un tiempo dueño de sus actos. Así, aquella tarde con la excusa de ir a jugar a la fuente del Ayuntamiento, coartada perfecta para retrasar la vuelta a casa, preparamos a conciencia el plan a seguir. Se decidió que yo como forastero debía ser el primero en golpear la puerta ya que según decían, todos los demás ya lo habían hecho. Luego, los que quisieran repetir se jugarían a “xafegar” el turno que ocuparían en el juego. Pasamos la tarde corriendo alrededor de la fuente y subiendo y bajando las”escaletes de la torre” practicando para ponernos en forma. Poco a poco fue cayendo el sol tras la sierra del Carche y la penumbra comenzó a cubrir las calles, vimos por el paseo subir al tío casero y encenderse las primeras bombillas, la gente empezaba a retirarse para cenar y yo, sentía cada vez más como un nudo de temor me iba subiendo del estomago, haciendo palpitar mi corazón y mis sienes con fuerza inusitada. Por fin llegó el momento tan temido, la hora de los héroes, el tiempo de demostrar ante mis nuevos amigos que un forastero capitalino no se echaba atrás frente al miedo. Partimos en grave comitiva rumbo a la torre y yo cada vez sentía menos las piernas, era como si fueran haciéndose de corcho desde los tobillos hacia la cintura, el corazón se me aceleraba por momentos. Cuando llegamos al primer rellano todos se pararon, “Carambolo” me preguntó si me acordaba de la frase, a duras penas le dije que si, me desearon suerte y me animaron con palmadas en la espalda, me volví y miré hacia arriba, la torre se me antojó gigantesca y siniestra, aquel edificio que durante el día era un esbelto y sobrio campanar ahora, en la oscuridad de la noche se cernía sobre mí como un cíclope dispuesto a devorarme. A cada escalón que subía parecía que el siguiente peldaño se hiciera mas alto y el siguiente más y más.... Notaba el pulso de la sangre en las sienes, la boca se me secaba y mi lengua era como una bola de estopa, el sudor comenzaba a perlarme la frente. Me detuve por fin ante la puerta, miré hacia atrás, los amigos me animaban desde abajo, tome aire profundamente, tragué la poca saliva que me quedaba y levantando la voz todo lo que el pánico me dejaba dije las palabras. -Kikiriki, kikiriki, que vinga la mort i vinga per mí-. Alcé el brazo y aporreé la puerta como si en ello me fuera la poca vida que en ese momento sentía que me quedaba. POM, POM, POM, apretando los dientes y reprimiendo a duras penas las terribles ganas que tenía de salir corriendo y no parar hasta meterme debajo de mi cama. Aquel segundo escaso que según todos tardaba en oírse el eco se me antojó mas largo que la propia eternidad, pero por fin lo oí. Graves, firmes y a la vez lejanos como los truenos de una tormenta que se acerca inexorablemente sonaron uno tras otro. BROUMMM, BROUMMM, BROUMMM. Fue como si una cinta negra me tapara los ojos, toda la sangre se me subió a la cabeza, el corazón pugnaba por salir de mi cuerpo bien por el pecho o por la boca, los oídos me zumbaban como un millón de avispas, creo que grité, di media vuelta y baje los escalones de cinco en cinco, crucé por delante de todos sin detenerme y continué bajando hasta llegar a la fuente del Ayuntamiento y allí entre ahogos, arcadas y temblores me oriné encima.