miércoles, julio 18, 2007

EL ECO II
Que Toníco “cadires” era un chuleta era algo que sabía todo el mundo. Alto, guapo, fanfarrón y juerguista llevaba dando que hablar en el pueblo desde que siendo un mañaco le había pegado fuego a una de las ovejas del tío Rico solo por ver que hacía y la desgraciada entró en el pueblo envuelta en llamas provocando el pánico hasta que alguien tuvo la piedad de descerrajarle un tiro. Mas tarde, ya de mozo dejó preñada a Remedícos, una cría de Lel con la que tuvo que casarse casi a punta de escopeta. Aquello no fue bien desde el principio, la pobre Remedicos se pasaba los días sola en casa con la niña que aquel desnortado le había hecho, porque el marido que trabajaba en la mina de sal, cuando salía de la faena se la pasaba de taberna en taberna, echando partidas de monte en el casino o corriendo detrás de alguna falda ya fueran honradas o de cá la Josefina. A veces estaba tres o cuatro días sin aparecer por casa, calentándole en secreto la cama a alguna viuda discreta o corriéndose las timbas clandestinas que se hacían por los campos, del Faldar al Paredón y de la Caballusa a Ubeda donde su astucia y una suerte de tahúr le llenaban los bolsillos de un dinero que luego derrochaba a manos llenas. Una vez incluso le dijo a su mujer que iba a la barbería a afeitarse y tardo seis meses en volver a aparecer por el pueblo. De manera que cuando aquel invierno de mil novecientos uno desapareció como si se lo hubiera tragado la tierra todos pensaron que había hecho otra de las suyas y que más tarde o más temprano entraría en la taberna de Sindo silbando y con las manos en los bolsillos, pidiendo un vino sin dar mas explicaciones y como si solo hiciera cinco minutos que había salido por la puerta. Pero aquella vez fue diferente y como si se hubiese evaporado en el aire como el humo que salía por la chimenea del sindicato, nadie volvió a verlo ni vivo ni muerto.

El eco no era un juego como los demás. Suponía mas bien una prueba de valor, un rito iniciatico al que era sometido el recién llegado para demostrar que no era un “cagat” y que se podía contar con él. El origen de aquel ritual se perdía en la memoria colectiva pues ya lo habían jugado los padres y los abuelos de quienes ahora lo practicaban e incluso se decía que se remontaba al tiempo en que la torre fue levantada de sus cimientos. La mecánica era tan sencilla como aterradora, al caer la noche y en la penumbra débilmente iluminada por las bombillas que el farolero, armado con una larga caña había encendido poco antes, el grupo se dirigía al pie de “les escaletes de la torre” y subía hasta el primer rellano. A partir de ahí el novato debía de ir solo, subir el resto de los escalones y llegar hasta la pequeña pero recia puerta de madera que daba acceso a la torre del reloj. Una vez allí decía la frase recibida poco antes de boca del “jefe” de la cuadrilla. -Kikiriki, kikiriki, que vinga la mort i vinga per mí-. Golpeaba con fuerza la puerta tres veces y esperaba. Entonces sucedía. Cuando apenas había pasado un segundo, desde el interior claros y diáfanos pero lejanos como si surgieran desde las mismas entrañas del infierno, sonaban otros tres golpes en respuesta. Muchos eran los que se habían rajado antes de llegar al final y de aquellos que lo consiguieron, la gran mayoría lo había tenido que intentar por lo menos media docena de veces para llegar al final y oír a pie firme aquel eco aterrador que helaba la sangre, pero absolutamente todos al escuchar aquel sonido espeluznante surgido del centro mismo de todos los espantos habían emprendido una enloquecida carrera escaleras abajo con las piernas batiéndoles el culo y el frío aliento de la muerte soplándoles en la nuca.