martes, enero 16, 2007


ERA UN ANIMAL PEQUEÑO Y CENICIENTO.

Era un animal pequeño y ceniciento, con un pelo de estopa apelmazado de secos pegotes de barro y sembrado de cardillos y briznas secas de hierba. Un perro cruzado de mil razas con los rasgos propios de los cimarrones nacidos de las más variopintas cópulas, patizambo y desgarbado. Cojeaba ligeramente de una pata trasera y llevaba el borde de las orejas minado de garrapatas como una excrecencia negra y deforme que las carcomía. Su mirada era torva y huidiza y en todo el derredor de la boca le brollava una espuma blanca y espesa que goteaba en densos cuajarones. Caminaba haciendo sesgos por el camino dando pequeños brinquitos a causa de su pata herida que exhibía un oscuro y reseco costrón que la había tornado rígida. Al llegar a un altozano vio subir por la senda a dos niños pequeños que cargaban unos pesados haces de sarmientos a la espalda. El niño no tendría mas de diez años, la niña apenas cinco. Subían encorvados por aquel peso, excesivo para su corta edad. Iban descalzos y vestían unas ropas ajadas y tachonadas de remiendos de los más diversos colores. Ninguno de los hijos mayores de Pepe “El sincero” había ido nunca a la escuela y los dos mas pequeños llevaban el mismo camino. Con seis bocas que alimentar, el oficio de lañador daba para pocas letras y conforme cumplían edad para tenerse en píe, “los sinceros” contribuían a la magra economía familiar buscándose la vida de las mas diversas formas. Ayudaban a descargar carros los domingos de mercado, recogían las boñigas de los burros y los pequeños descuidaban un melón o un puñado de higos de algún huerto poco protegido o hurtaban los sarmientos amontonados en los bordes de los campos. Venían de ello cuando al levantar la cabeza vieron bajar aquel perrillo indefinido trotando por el camino, errático, como huyendo de un mal amo que lo hubiera majado a palos. Herminia, la benjamina de los sinceros, desde el día en que se paró sobre sus dos piececillos se había dedicado a perseguir y abrazar a todo bicho viviente que se dejara y ahora no se lo pensó dos veces, soltó la brazada de ramas que llevaba y se fue hacia él gritando “Pipo, pipo, pipo, (llamaba pipo a los perros y toto a los gatos) se abalanzó sobre el can y lo estrujó con los brazos. Sorprendido, el perro se revolvió y le tiro un bocado que le alcanzó la cara. La niña dio un grito y rompió a llorar mientras la sangre le brotaba roja de la mejilla y empezaba a chorrearle por la mano con la que intentaba tapar la herida. Su hermano corrió hacia ella con el miedo y la rabia zumbándole en las sienes. Al ver la sangre y el terror en el rostro de su hermana lanzó un juramento, buscó por el suelo y cogiendo una piedra grande como su puño la lanzó al animal que huía entre las cepas alcanzándole en las costillas. Este dio un gemido apagado y se desplomó en seco como un fardo. El chico miró a su alrededor mientas en sus oídos resonaba el llanto de la pequeña, cogió la piedra más grande que sus delgados brazos pudieron levantar y se adentro en la viña. Los pies se le hundían a cada paso en la tierra recién labrada y en el cuello sentía cada vez mas el peso de aquella roca que iba resbalando de sus manos. Tras una docena de pasos se detuvo. Allí a sus pies, gimiendo y boqueando, con la sucia espuma cubriéndole el hocico yacía aquella maraña de pelo ceniciento y trapajoso cuyos ojos le miraban fijamente como suplicando –por favor, por favor, líbrame de este pesar- el muchacho levantó la piedra sobre su cabeza y dudó, pero en un último latigazo de su mal, el perro lanzó una dentellada que le rasgó la carne del tobillo. Indalécio Albert, el “Sincero pequeño”, dejó caer con toda su fuerza el pesado canto y aún tres veces sobre aquella pobre bestia enferma que sin saberlo todavía, había sellado sus destinos.