lunes, septiembre 25, 2006


EL DON DE FRANCISCA


Francisca tenía un don natural para con todas las cosas vivas. Ya fuera animal o vegetal, todo aquello que pasaba por sus menudas manos cobraba en muy poco tiempo un aspecto de salud y lozanía que causaba asombro y admiración a propios y extraños, más cuando la detentora de aquel regalo era una muchachita de apenas trece años. Las flores que su madre había plantado a la puerta de la casa adquirían a su cuidado una feracidad casi selvática convirtiendo la humilde fachada en un pequeño vergel. Geranios, azaleas, jazmines, diminutas rosas de Alejandría, fragante galán de noche endulzador de las veladas calurosas, crisantemos de enorme corola como estallidos de colores para recordar a los difuntos, alegres margaritas blancas y amarillas ofrenda de las niñas a la Marededèu, verde marialuisa, aromático romero, laureles de un verde luminoso que sazonaban los guisos y diminutos botones dorados de manzanilla reparadores de estómagos doloridos. Un sinfín, en suma de olores y colores que refrescaban el alma y la mirada en aquellos campos heridos por el sol.

Asimismo los animales del corral y de la casa experimentaban con ella una prosperidad casi mágica. Las conejas parían camadas propias de leyenda, las gallinas ponían huevos de dimensiones fabulosas bendecidos con dos yemas, sanaba las torceduras de las patas de las bestias con una innata y sorprendente sabiduría aplicando emplastos de su invención que obraban prodigios, devolvía la fertilidad a las gallinas que se habían secado y amansaba a los gatos ariscos con susurros y gestos que los tornaban dóciles y zalameros. Parecía que aquella pequeña muchacha hubiera sido tocada por algún Dios antiguo y fértil con aquella gracia natural que ningún ser viviente pudiera ignorar y mucho menos resistir.

Ademas era mi bisabuela.